Por: Nancy Patricia Gutiérrez Seguramente muchos no se percataron de que hace cuatro años se estrenó el Estatuto de la oposición, que establece la obligación para los partidos políticos representados en el Congreso de declararse como de gobierno, independiente o de oposición, materializando las garantías que la democracia ofrece para el ejercicio de la pluralidad política.
Gustavo Petro tuvo claro su papel como líder de oposición y así lo anunció en el discurso en el que reconoció su derrota en junio de 2018: volvería al Senado no para tener una triste curul y sentirse impotente y solitario, ni para negociar artículos, sino ser, desde esa tribuna, el eje de la movilización juvenil y de la fuerza ciudadana que lo llevara al poder, como en efecto lo consiguió luego de cuatro años de ejercer una férrea y continua crítica al Gobierno.
Caso contrario, Rodolfo Hernández se limitó a reconocer el triunfo de su contendor, a aceptar, según ha dicho, las disculpas ofrecidas por las ofensas recibidas en campaña, y a anunciar una nueva organización política que avalará candidatos a las elecciones del próximo año, abriendo el debate de si la fórmula que no ganó la presidencia puede dejar de lado el deber de asumir la oposición.

Esta no es una discusión cualquiera, tiene que ver con el cumplimiento de la ley que consagró el derecho fundamental autónomo a la oposición política, derivado del derecho a la participación, que conlleva el control del poder previsto en la Constitución colombiana e incorporado, según pronunciamientos internacionales de derechos humanos. La Comisión Interamericana acoge el pronunciamiento de la Corte Europea, según el cual “las voces de oposición son imprescindibles para una sociedad democrática, sin las cuales no es posible el logro de acuerdos que atiendan a las diferentes visiones que prevalecen en una sociedad”.
Los debates internos que se adelantan en los partidos que no acompañaron al presidente electo y que los llevará, antes del 7 de septiembre, a declararse en alguna de las categorías señaladas marcarán sus objetivos para el futuro: si se definen como partidos de gobierno, podrán tener burocracia y compartir las iniciativas que lleguen al Congreso y las acciones administrativas del poder nacional; o definidos como independientes, asumen la restricción para entrar a cargos de autoridad en el Gobierno, pero tendrán mayor autonomía para moverse entre el apoyo y la crítica, a su vez que les permitirá coaliciones, que buscan quedarse con gobernadores y alcaldes en las elecciones del próximo año.
Indudablemente, la decisión más esperada por medio país es quién llevará la vocería de la oposición, que según la norma que consagra garantías para su ejercicio, la define como un derecho que permite “proponer alternativas, disentir, criticar, fiscalizar y ejercer libremente el control político de la gestión de gobierno”, generando el balance necesario para evitar decisiones que vayan en contravía de la estabilidad institucional.
Los partidos políticos tienen en juego mantener la conexión con sus electores, o desprenderse de ellos. Para el candidato perdedor, quien debe hacer realidad el derecho colectivo de sus votantes, ¿cuál debería ser el papel de la fórmula derrotada en las elecciones? Sin lugar a dudas, entrar al Congreso a representar a más de diez millones de personas que le dieron su respaldo e integrarse con las bancadas de los partidos que se declaren en oposición.
Ejercer el derecho personal a acceder a las curules no puede ser para actuar en solitario y de manera triste, porque sería contrario a la democracia.
En últimas, la oposición deberá, además, liderar la consolidación de una alternativa de poder para el 2026. Está demostrado: la ruta se define antes de arrancar.